Tampoco es ninguna paradoja: Lysenko aparece como el linchador
cuando es el único linchado. La manipulación del
"asunto Lysenko" se utilizó entonces como un ejemplo del
atraso de las ciencias en la
URSS, contundentemente desmentido –por si hacía
falta- al año siguiente con el lanzamiento de la primera
bomba atómica, lo cual dio una vuelta de tuerca al
significado último de la propaganda: a
partir de entonces había que hablar de cómo los
comunistas imponen un modo de pensar incluso a los mismos
científicos con teorías
supuestamente aberrantes. Como los jueces, los científicos
también aspiran a que nadie se meta en sus asuntos, que
son materia
reservada contra los intrusos, máxime si éstos son
ajenos a la disciplina de
que se trata. Cuando en 1948 George Bernard Shaw publicó
un artículo en el Saturday Review of Literature
apoyando a Lysenko, le respondió inmediatamente el
genetista Hermann J. Muller quien, aparte de subrayar que Shaw no
sabía de genética,
decía que tampoco convenía fatigar al
público con explicaciones propias de especialistas (5).
Dejemos nuestra salud en manos de los
médicos, nuestro dinero en
manos de los contables, nuestra conciencia en
manos de los sicólogos… y nuestra vida en manos de los
biólogos. Ellos saben lo que nosotros ignoramos y nunca
seremos capaces de comprender. La ciencia es
un arcano, tiene algo misterioso, reservado sólo para
iniciados.
Charles Robert Darwin
Más de medio siglo después lo que concierne a
Lysenko es un paradigma de
pensamiento
único y unificador. No admite controversia posible, de
modo que sólo cabe reproducir, generación tras
generación, las mismas instrucciones de la guerra
fría. Así, lo que empezó como
polémica ha acabado como consigna monocorde. Aún
hoy en toda buena campaña anticomunista nunca puede faltar
una alusión tópica al agrónomo
soviético (6). En todo lo que concierne a la URSS se
siguen presentando las cosas de una manera uniforme, fruto de un
supuesto "monolitismo" que allá habría imperado,
impuesto de
una manera artificial y arbitraria. Expresiones como
"dogmática" y "escolástica" tienen que ir asociadas
a cualquier exposición
canónica del estado del
saber en la URSS. Sin embargo, el informe de
Lysenko a la Academia resumía más de 20 años
de áspera lucha ideológica acerca de la biología, lucha que
no se circunscribía al campo científico sino
también al ideológico, económico y
político y que se entabló también en el
interior del Partido bolchevique.
El radio de acción
de aquella polémica tampoco se limitaba a la
genética, sino a otras ciencias igualmente "prohibidas"
como la cibernética. Desbordaron las fronteras
soviéticas y tuvo su reflejo en Francia,
dentro de la ofensiva del imperialismo
propio de la guerra
fría, muy poco tiempo
después de que los comunistas fueran expulsados del
gobierno de
coalición de la posguerra. Aunque Rostand –y otros
como él- quisieran olvidarse de ellas, la biología
es una especialidad científica que en todo el mundo conoce
posiciones encontradas desde las publicaciones de Darwin a mediados
del siglo XIX. Un repaso superficial de los debates suscitados
por el darwinismo en España
demostraría, además, que no se trataba de una
discusión científica, sino política y religiosa.
En los discursos de
apertura de los cursos académicos, los rectores de las
universidades españolas nunca dejaron de arremeter contra
la teoría
de la evolución (7), buena prueba de las
dificultades que ha experimentado la ciencia para
entrar en las aulas españolas y de las fuerzas sociales,
políticas y religiosas empeñadas en
impedirlo. El darwinismo no llegó a España a
través de la universidad sino
a través de la prensa y en
guerra contra la universidad, un fortín del más
negro oscurantismo. Se pudo empezar a conocer a Darwin gracias a
la "gloriosa" revolución
de 1868, es decir, gracias a "la política", y se
volvió a sumir en las tinieblas gracias a otra
"política", a la contrarrevolución desatada en
1875, fecha en la que desde su ministerio el marqués de
Orovio fulminó la libertad de
cátedra para evitar la difusión de nociones ajenas
al evangelio católico (8). Los evolucionistas fueron a la
cárcel y 37 catedráticos fueron despedidos de la
universidad y convenientemente reemplazados por otros; el
evolucionismo pasó a la clandestinidad, al periódico,
la octavilla y el folleto apócrifo que circulaba de mano
en mano, pregonado por las fuerzas políticas más
avanzadas de la sociedad:
republicanos, socialistas, anarquistas…
La biología es una fábrica de las más
variadas suertes de ideologías que, o bien nacen en "la
política" y se extienden luego a la naturaleza, o
bien nacen en la naturaleza y se extienden luego a "la
política". El mismo darwinismo no es, en parte, más
que la extensión a la naturaleza de unas leyes inventadas
por Malthus para ser aplicadas a las sociedades
humanas o, por decirlo en palabras de Engels, "la más
abierta declaración de guerra de la burguesía
contra el proletariado" (9). La patraña que se
autodenomina a sí misma como "sociobiología" es
más de lo mismo, buena prueba de que hay disciplinas
científicas con licencia para fantasear y detectar las
mutaciones genéticas que propiciaron la caída del
imperio romano.
Es lo que tiene la sobreabundancia de "información", en donde lo más
frecuente es confundir un libro sobre
ciencia con la ciencia misma, lo que los científicos
hacen, con lo que dicen, creen o imaginan. Desde su
aparición en 1967, el libro de Desmond Morris "El mono
desnudo" ha vendido más de doce millones de ejemplares. En
todo el mundo, para muchas personas es su única fuente de
"información" sobre la evolución, hoy sustituida
por otras de parecido nivel, como "El gen egoísta". Hay un
subgénero literario biológico como hay otro
cinematográfico, empezando por "King Kong" o "Cuando los
dinosaurios
dominaban la Tierra" y
acabando por "Parque Jurásico". En muchas ciudades hay
zoológicos, jardines botánicos y museos de historia natural que forman
parte habitual de las excursiones de los escolares. Gran parte de
los documentales televisivos versan sobre la fauna, la flora y
la evolución, y en los hogares pueden fallar los libros de
física o
de filosofía, pero son mucho más
frecuentes los relativos a la naturaleza, las mascotas, los
champiñones o los bosques. Asuntos como la vida, la muerte o la
salud convocan a un auditorio mucho más amplio que los
agujeros negros del espacio cósmico. Cuando hablamos de
biología es imposible dejar de pensar que es de nosotros
mismos de lo que estamos hablando, y somos los máximos
interesados en nuestros propios asuntos.
El evolucionismo tiene poderosas resistencias y
enfrentamientos provenientes del cristianismo.
En 1893 la encíclica Providentissimus Deus
prohibió la teoría de la evolución a los
católicos. Un siglo después, en 2000, Francis
Collins y los demás secuenciadores del genoma humano se
hicieron la foto con Bill Clinton, presidente de Estados Unidos a
la sazón, para celebrar el que ha sido calificado como el
mayor descubrimiento científico de la historia de la
humanidad. Era una de las tantas mentiras científicas que
encontramos, porque el genoma humano aún no se ha
secuenciado íntegramente (10), pero no importaba: las
imágenes del fraude
mediático recorrieron el mundo entero en la portada de
todos los medios de
comunicación. Aquello nada tenía que ver con la
maldita política, o al menos los genetistas no protestaron
por ello. Presentarse en la foto con Clinton no es
"política" y hacer lo mismo con Stalin sí lo es. En
2001 le otorgaron a Collins el Premio Príncipe de Asturias
de Investigación Científica. El
título de un reciente libro suyo en inglés
es "El lenguaje de
Dios", en castellano
"¿Cómo habla Dios?" y el subtítulo es
aún más claro: "La evidencia científica de
la fe" (11). Este científico confiesa que el genoma humano
no es más que el lenguaje de
dios, que tras descifrarlo, por fin, somos capaces de comprender
por vez primera. En una entrevista
añadía lo siguiente: "Creo que Dios tuvo un
plan para
crear unas criaturas con las que pudiera relacionarse […]
Utilizó el mecanismo de la evolución para conseguir
su objetivo. Y
aunque a nosotros, que estamos limitados por el tiempo, nos puede
parecer que es un proceso muy
largo, no fue así para Dios. Y para Dios tampoco fue un
proceso al azar. Dios había planificado cómo
resultaría todo al final. No había
ambigüedades […] El poder
estudiar, por primera vez en la historia de la humanidad, los 3
mil millones de letras del ADN humano
–que considero el lenguaje de Dios– nos permite
vislumbrar el inmenso poder creador de su mente. Cada
descubrimiento que hacemos es para mí una oportunidad de
adorar a Dios en un sentido amplio, de apreciar un poco la
impresionante grandeza de su creación. También me
ayuda a apreciar que los tipos de preguntas que la ciencia puede
contestar tienen límites"
(12). Esto sí es auténtica ciencia, no tiene nada
que ver con "la política", o al menos los genetistas
tampoco alzaron la voz para protestar por tamaña
instrumentalización de su disciplina. También
callan cuando las multinacionales de los genes privatizan el
genoma (y la naturaleza viva), patentan la vida y la llevan a un
registro
mercantil, es decir, la roban en provecho propio. Al fin y a la
postre muchos genetistas de renombre internacional son los
únicos científicos que, a la vez, son grandes
capitalistas, no siendo fácil dictaminar en ellos
dónde acaba el amor a la
verdad y empieza el amor al
dividendo.
A mediados del siglo XIX no sólo se publica "El origen
de las especies" sino también "La desigualdad de las
razas" de Gobineau y las teorías del superhombre de
Nietzche. Junto a la ciencia aparece la ideología, ésta pretende aparecer
con el aval de aquella y no es fácil deslindar a una de
otra porque ambas emanan de la misma clase social,
la burguesía, en el mismo momento histórico. Los
racistas siempre dijeron que quienes se oponían a sus
propuestas, se oponían también al progreso de la
ciencia, que se dejaban arrastrar por sus prejuicios
políticos. Ellos, incluidos los nazis, eran los
científicos puros. En el siglo siguiente la entrada del
capitalismo en
su fase imperialista aceleró el progreso de dos ciencias
de manera vertiginosa. Una de ellas fue la mecánica
cuántica por la necesidad de obtener un arma
mortífera capaz de imponer en todo el mundo la
hegemonía de su poseedor; la otra fue la genética,
que debía justificar esa hegemonía por la
superioridad "natural" de una nación
sobre las demás. La "sociobiología" alega que,
además del "cociente intelectual" también existe el
"cociente de dominación", tan congénito como el
anterior (13). El Premio Nobel de Medicina
Alexis Carrel ya lo explicaba de una manera muy clara en
1936:
La separación de la población de un país libre en clases
diferentes no se debe al azar ni a las convenciones sociales.
Descansa sobre una sólida base biológica y sobre
peculiaridades mentales de los individuos. Durante el
último siglo, en los países democráticos,
como los Estados Unidos y Francia, por ejemplo, cualquier
hombre
tenía la posibilidad de elevarse a la posición que
sus capacidades le permitían ocupar. Hoy, la mayor parte
de los miembros del proletariado deben su situación a la
debilidad hereditaria de sus órganos y de su
espíritu. Del mismo modo, los campesinos han permanecido
atados a la tierra desde
la Edad Media,
porque poseen el valor, el
juicio, la resistencia
física y la falta de imaginación y de audacia que
les hacen aptos para este género de
vida. Estos labradores desconocidos, soldados anónimos,
amantes apasionados del terruño, columna vertebral de las
naciones europeas, eran, a pesar de sus magníficas
cualidades, de una constitución orgánica y
psicológica más débil que los barones
medievales que conquistaron la tierra y la defendieron
vigorosamente contra los invasores. Ya desde su origen, los
siervos y los señores habían nacido siervos y
señores. Hoy, los débiles no deberían ser
mantenidos en la riqueza y el poder. Es imperativo que las
clases
sociales sean sinónimo de clases biológicas.
Todo individuo debe
elevarse o descender al nivel a que se ajusta la calidad de sus
tejidos y de
su alma. Debe
ayudarse a la ascensión social de aquellos que poseen los
mejores órganos y los mejores espíritus. Cada uno
debe ocupar su lugar natural. Las naciones modernas se
salvarán desarrollando a los fuertes. No protegiendo a los
débiles (14).
En el universo cada
cual ocupa el sitio que le corresponde. ¿De qué
sirve rebelarse contra lo que viene determinado por la
naturaleza? Sin embargo, las rebeliones se suceden. Siempre hay
una minoría ruidosa que no acepta -ni en la teoría
ni en la práctica- el "cociente de dominación" que
le viene impuesto por la madre naturaleza, que no se resigna ante
lo que el destino les depara. Entonces los vulgares jardineros se
sublevan contra los botánicos académicos y deben
ser reconducidos a su escalafón por todos los medios.
Las aberrantes teorías y prácticas racistas
fermentan en la ideología burguesa decadente de 1900 que,
tras las experiencias de la I Internacional y la Comuna de
París, era muy diferente de la que había dado lugar
al surgimiento de la biología cien años antes de la
mano de Lamarck. El siglo empezó con declaraciones
"políticas" solemnes acerca de la igualdad de
todos los seres humanos y acabó con teorías
"científicas" sobre -justamente- lo contrario. El
linchamiento desencadenado por el imperialismo contra Lysenko
trató de derribar el único baluarte impuesto por la
ciencia y la dialéctica
materialista contra el racismo
étnico y social, que había empezado como corriente
pretendidamente científica y había acabado en la
práctica: en los campos de concentración, la
eugenesia, el apartheid, la segregación racial, las
esterilizaciones forzosas y la limpieza étnica.
Ciertamente no existe relación de causa a efecto; la causa
del racismo no es una determinada teoría sino una
determinada clase social en un determinado momento de la
historia.
Tendremos ocasión de comprobar que la mecánica cuántica y la
genética marcharon en paralelo en la primera mitad del
siglo XX, tienen el mismo vínculo íntimo con el
imperialismo y, en consecuencia, con la guerra. Pero si la
instrumentalización bélica de la mecánica cuántica hiede desde un
principio, la de la genética se conserva en un segundo
plano, bien oculta a los ojos curiosos de "la política", a
pesar de que las primeras Convenciones de La Haya que prohibieron
el uso de agentes patógenos en la guerra se aprobaron en
1899 y 1907. Sin embargo, por primera vez en la historia el
ejército español
gaseó a la población civil del Rif para aplastar la
insurrección de 1923, provocando patologías que se
han transmitido durante varias generaciones. En la siguiente
década científicos al servicio del
ejército colonial británico probaron el gas mostaza en
cientos de soldados hindúes y pakistaníes en un
cuartel militar de Rawalpindi (15). Igualmente, el carbunco es
hoy una enfermedad endémica en Zimbaue porque los
colonialistas blancos bombardearon las aldeas nativas con esporas
patógenas desde 1978 para impedir la liberación del
país. Determinados posicionamientos en el terreno de la
biología no son exclusivamente teóricos sino
prácticos (económicos, bélicos) y
políticos; por consiguiente, no se explican con el
cómodo recurso de una ciencia "neutral", ajena por
completo al "uso" que luego terceras personas hacen de ella.
Cuando se ensayó la bomba atómica en Los
álamos, Enrico Fermi estaba presente en el lugar, y en los
campos de concentración unos portaban bata blanca y otros
uniforme de campaña. Con frialdad, Haldane proponía
en 1926 que su país renunciara a los convenios
internacionales que prohibían los gases porque
se trataba de un "arma basada en principios
humanitarios" (16). Otros, como Schrödinger, relacionan la
selección natural con la guerra: "En
condiciones más primitivas la guerra quizá pudo
tener un aspecto positivo al permitir la supervivencia de la
tribu más apta" (17). Así se expresaba
Schrödinger en 1943, es decir, en plena guerra mundial,
en condiciones ciertamente "primitivas" pero de enorme
actualidad. Por aquellas mismas fechas Huxley utilizaba los
mismos términos: si bien extraordinariamente raro, la
guerra no deja de ser un "fenómeno biológico"
(18).
Desde mediados del siglo XIX la metafísica
positivista ha separado el universo en
apartados o compartimentos para manipularlos de manera
oportunista, una veces mezclándolos y otras
separándolos. Según los positivistas la ciencia
nada tiene que ver con las ideologías, ni con las
filosofías, ni con las guerras, ni
con las políticas, ni con las economías.
¿Por qué mezclar ámbitos que son distintos?
Cuando les conviene, la mezcla es (con)fusión,
es decir, error. Pero sólo si la (con)fusión la
cometen otros, no sus propias (con)fusiones. Por
ejemplo, una de las revistas "científicas" que
participó en la campaña de linchamiento fue el
Bulletin of the Atomic Scientists que en junio de 1949
publicó un monográfico contra Lysenko con el
título "La verdad y la libertad científica en
nuestra época". Es ocioso constatar que no se
referían a Estados Unidos, donde la teoría de la
evolución estaba prohibida: los censores también
son los demás. No obstante, la mayor paradoja era que los
mismos científicos que habían masacrado Hiroshima y
Nagasaki y que deseaban volver a repetir la hazaña en la
URSS, como en el caso del físico Edward Teller, redactor
de la revista,
tenían la desvergüenza de pontificar acerca de la
verdad y la libertad, de reclamar un gobierno "mundial" que
controlara el armamento atómico que sólo ellos
habían fabricado… Ellos son la enfermedad y luego el
remedio; juegan con todas las barajas.
Aquel monográfico "atómico" insertaba un
artículo del genetista Sewall Wright que ilustra lo que
venimos diciendo. Se titulaba "¿Dogma u oportunismo?"
porque los expertos en intoxicación propagandística
aún no sabían la mejor manera de encajar el
lysenkismo, aunque mostraban cierta inclinación por el
dogma… por el marxismo como
dogma no por el dogma central de la genética. Por eso el
rumano Buican asegura que "como la naturaleza
humana, el patrimonio
genético del hombre es incompatible con los dogmas del
marxismo-leninismo" (19), una frase copiada de la que Sewal
Wright había lanzado en la guerra fría: el suicidio de la
ciencia -adviértase: de toda la ciencia- en la URSS
tenía su origen en la "antítesis esencial entre la
genética y el dogma marxista" (20). Fue uno de los hilos
conductores del linchamiento repetido hasta la saciedad. No cabe
duda de que lo que es dogmático no es la genética
sino el marxismo, algo que Wright y Buican ni siquiera se
preocupan de razonar. O lo tomas o lo dejas: los
dogmáticos son los demás, los que (con)funden son
los demás. Ellos lo tienen tan claro que dan por supuesto
que el lector también lo debe tener igual de claro y no se
merece, por lo tanto, ni una mísera explicación. Ni
siquiera es necesario un acto de fe; las cosas no pueden ser de
otra manera.
El oportunismo hunde sus raíces en la falta de
principios de que suelen hacer gala las ideologías
positivistas de origen anglosajón, ligadas también
al pragmatismo.
Los principios son propios de fanáticos y la defensa de
los mismos está aún peor considerado:
intransigencia, fundamentalismo, escolástica, ortodoxia,
etc. Confunden el nominalismo con el minimalismo, aplican la
navaja (que erróneamente atribuyen a Occam) e invocan la
"economía del pensamiento" para podar
implacablemente lo que consideran como "metafísica" (21).
El positivismo se
vanagloria del vacío que ha creado, de la falta de ideas,
la ineptitud teórica y el empobrecimiento del pensamiento
hasta unos extremos pocas veces alcanzado. Su economía del
pensamiento es una falta del pensamiento, la bancarrota de la
biología teórica, el sello indeleble de su producción literaria que tiene su
más clara manifestación en la campaña
antilysenkista. Nada de abstracciones "metafísicas"; no se
puede sacar la vista del microscopio.
Cualquier debate de
principios lo asimilan a una injerencia exterior y
extraña: de la filosofía (materialismo
dialéctico) unas veces, de la política
(soviética) otras, del partido (comunista)… Cuando
necesariamente cualquier debate científico conduce a los
principios, los positivistas imaginan que los principios (de los
demás) están al principio y que no son tales
principios sino prejuicios auténticos. Ellos no quieren
saber nada de tales injerencias sino que se atienen a los
"hechos" y nada más que a los "hechos". La
ideología dominante, que a partir de 1945 es de origen
anglosajón, no hubiera podido imponerse en todo el mundo
sin esa hipócrita renuncia a la ideología, a
cualquier clase de ideología. De ahí que ellos
denuncien continuamente en Lysenko las alusiones al materialismo,
a la dialéctica y a todo lo que consideran al margen de la
ciencia "pura". Pero su ciencia "pura" es un puro vacío;
sin imponer ese vacío, el positivismo estadounidense no
hubiera podido luego introducir por la puerta trasera sus
absurdos postulados metafísicos, rayanos en la vulgaridad
más ramplona, tanto en biología, como en
sicología, en economía o en filosofía.
En biología la metafísica positivista adopta la
forma de "teoría sintética", un híbrido de
mendelismo y neodarwinismo que Estados Unidos impuso a los
países de su área de influencia a partir de 1945.
La teoría sintética no se presenta como una
corriente dentro de la genética sino como la ciencia misma
de la genética, la genética por antonomasia. Es
como decir que el conductismo es
la sicología, el marginalismo la economía, el
kantismo la filosofía y el impresionismo la
pintura. Para
llegar a esa conclusión previamente es necesario erradicar
a la competencia, que
es la tarea emprendida en 1948 por el imperialismo norteamericano
para imponer su teoría sintética, lo que ha llenado
la biología de herejes, de los cuales Lysenko sólo
es el más famoso. A eso se refería Julian Huxley
cuando hablaba de la "unidad" de la ciencia, frente a la
teoría de las "dos ciencias" que otros esgrimían.
La teoría sintética no es tal teoría; no es
una teoría más sino que es la ciencia misma de la
biología. No hay otra. Los mendelistas -afirma Huxley-
adoptan el método
científico: parten de los hechos y en base a ellos
elaboran las teorías que los explican. Por el contrario,
el lysenkismo no es una ciencia sino una doctrina; no parte de
los hechos sino de prejuicios, de una serie de ideas
preconcebidas que se superponen a ellos. Cuando los hechos no se
acomodan a sus concepciones, los rechazan. Como tantos otros,
Huxley no ciñe su crítica
a la genética sino que la extiende a la ciencia
soviética en general (22). A diferencia del
dogmático, el empirista cree en la tabla rasa; se ha
convencido a sí mismo de que él no elabora hipótesis previas: se pone al microscopio
con su mente en blanco, a improvisar, a ver qué pasa. Esta
concepción es tan ridícula que cae por su peso y no
merecería, por lo tanto, mayores comentarios. Pero la
campaña ideológica ha logrado camuflarla como si se
tratara de la esencia misma del proceder científico.
Más bien sucede todo lo contrario. Así, en
cualquier ensayo de
paleontología son muy pocos los hechos que se exponen y
muchas las hipótesis que se aventuran acerca de ellos.
Pero no sólo en la ciencia; cualquier faceta del comportamiento
humano sigue las mismas pautas (23). Lo que diferencia a un
arquitecto de una abeja que construye un panal es que el primero
dibuja los planos antes que nada; lo que diferencia a un
científico de un charlatán es que el primero
diseña un proyecto de
investigación, el Estado
presenta unos presupuestos
antes de gastarse el dinero
público, y así sucesivamente. No sólo las
hipótesis son trascendentales para la ciencia -siempre lo
han sido- sino que su importancia es creciente a causa de la
complejidad, los medios y la financiación creciente que
requiere cualquier iniciativa científica.
A lo largo de la historia, el saber no se ha desarrollado por
el amor al saber, ni nada parecido, que es una versión
fantástica del "arte por el
arte". Lo que impulsa el avance del conocimiento
es lo que luego queda fuera de él mismo, apareciendo en la
historia como algo exterior, extraño a su pureza virginal.
La ciencia es un proceso orientado de acumulación de
conocimientos, siendo numerosos los factores que contribuyen a
esa orientación que, en definitiva, es la política
científica. El dinero no es más que una de ellas.
Las hipótesis también desempeñan un papel
decisivo en esa orientación de la
investigación, que nunca es espontánea.
Además, la capacidad humana de lanzar preguntas es mucho
mayor que la de responderlas con una mínima solvencia
científica. La ciencia cierra unas puertas al mismo tiempo
que abre otras. El afán de saber es insaciable, tiene
horror al vacío, no admite lagunas y cuando no puede
aportar una explicación fundada, la suple con conjeturas
más o menos verosímiles, encadena unos argumentos
con otros, etc. El resultado es que las hipótesis aparecen
como tesis,
deslizándose en el interior de la ciencia un cúmulo
de supuestos que muchas veces ni siquiera se formulan
explícitamente y otras parecen consustanciales al "sentido
común". Newton nunca
dijo que no elaborara hipótesis. Una traducción literal de lo que
escribió en latín en sus Principia
mathematica es que él no "fingía"
hipótesis (hypotheses non fingo), lo que coincide
con lo que escribió en su "óptica"
en inglés: I do not feign hypotheses (24). Si
Newton hubiera dicho que no planteaba hipótesis
sería falso, pero -efectivamente- a diferencia de otros,
él no fingía: como cualquier científico,
creó su dinámica recurriendo a ellas. En cualquier
caso, la conclusión hubiera sido la misma: debemos tomar
en consideración como ciencia lo que los
científicos hacen y no lo que dicen.
Pero Newton nos conduce bastante más allá:
¿qué entendía por hipótesis? Las
definía como aquellos postulados que no se deducen de los
fenómenos. En consecuencia, la pregunta es obvia: si
Newton planteó hipótesis y no las dedujo de los
fenómenos, ¿de dónde las dedujo? Un examen
detenido de esta pregunta -especialmente recurriendo a la
biografía
más que a la obra escrita- conduciría a concluir
que Newton empleaba el término "hipótesis"
justamente en el sentido que aquí más nos interesa,
el más próximo al concepto de
ideología (25). Las convicciones filosóficas, las
ideologías políticas, las religiones,
los mitos y
supersticiones contemporáneas se disfrazan bajo
hipótesis, con el agravante de que la mayor parte de las
veces ni siquiera se realiza de manera consciente. Desde Descartes, la
física pugna por separarse de la metafísica, que no
es otra cosa que el esfuerzo por separar las hipótesis y
las tesis. La introducción de componentes
ideológicos en la ciencia no es algo necesariamente
pernicioso ni necesariamente falso. La cuestión no reside
ahí sino en la inconsciencia con que se lleva a cabo. Una
de las claves del método
científico es saber diferenciar lo que es una tesis y lo
que es una hipótesis, lo cual no es tan sencillo como
parece, sabiendo desde el siglo XVII que es un buen criterio
postular el mínimo imprescindible de hipótesis.
Tras el descubrimiento de las contradicciones, el esfuerzo
moderno de la axiomática y la teoría de conjuntos se
ha encaminado a explicitar lo que hasta entonces había
estado implícito. Otras ciencias también
deberían seguir ese camino porque las simulaciones
informáticas están contribuyendo a difuminar las
barreras entre lo real y lo virtual: "fingen" hipótesis
(26). La confusión engendra modalidades peculiares de
alienación en el trabajo
científico, de verdadero fetichismo que en nada se
diferencia del que aqueja al más vulgar de los
analfabetos.
Un ejemplo pertinente del camuflaje de las hipótesis
como tesis es la "ley" de la
población de Malthus, a pesar de lo cual se ha convertido
en otro de los dogmas favoritos de la teoría
sintética, su auténtica médula espinal: "La
población, si no encuentra obstáculos, aumenta en
progresión geométrica. Los alimentos tan
sólo aumentan en progresión aritmética"
(26b). En su día Malthus no aportó prueba alguna de
su "ley" y dos siglos después los maltusianos siguen sin
hacerlo. Como veremos, por más que se repita hasta el
hartazgo, esa "ley" es completamente falsa, tanto en lo que a las
sociedades humanas concierne, como a las poblaciones animales y
vegetales, por lo que resulta apasionante indagar las razones por
las cuales ha pasado a formar parte de las supersticiones
seudocientíficas contemporáneas. Pastor de la
iglesia
anglicana, Malthus no sólo era un economista superficial
sino un plagiario cuya obra carece de una sola frase original. Su
fulminante éxito
se produjo porque su publicación coincidió con el
estallido de la revolución
francesa, cuya influencia en el Reino Unido era necesario
frenar. En 1793, al calor del
enciclopedismo francés, William Godwin había
publicado su gran obra The inquiry concerning political
justice and its influence on general virtue and happiness,
que tuvo una considerable influencia en el pensamiento de su
época. El "Ensayo sobre la población" de Malthus
era una respuesta mediocre a Godwin quien, a su vez,
respondió en 1820 con otro magnífico estudio:
"Investigación sobre la población".
Hoy Godwin es tan desconocido como famoso es Malthus. Pero esta
situación tampoco tiene que ver con la ciencia sino con la
maldita política: entre los anglicanos el sumo
pontífice es el propio rey de Inglaterra, de
quien los predicadores no son más que funcionarios. La
burguesía británica recurrió a un reverendo
que, además del voto de castidad, tan extraño para
un protestante, pregonaba el antídoto frente al
librepensamiento y demás excesos procedentes del
continente. La consigna británica era la continencia, la
moderación de los apetitos políticos y sexuales.
Por eso donde la ciencia (Godwin) se sumerge, la
superchería (Malthus) emerge.
Sólo si se comprenden los fundamentos positivistas y
pragmatistas imperantes en Estados Unidos es posible, a su vez,
comprender los juegos y
paralelismos entre la naturaleza y la sociedad que subyacen en la
campaña. Que se confunde la sociedad con la naturaleza es
tan evidente como lo contrario: a veces hay que enfrentar ambos.
El capitalismo busca fundamentar su sistema de
explotación sobre bases "naturales", es decir,
supuestamente enraizadas en la misma naturaleza y, en
consecuencia, inamovibles. Frente a lo "social", que se presenta
como lo artificial, se dice que algo es "natural" cuando no
cambia nunca: ha sido, es y será siempre así. Lo
natural es lo eterno y, por consiguiente, lo que no tiene origen.
Así es el positivismo en boga, que no permite interrogar
sobre el origen de los fenómenos, ni en la biología
ni en la sociología, porque demuestra el carácter perecedero del mundo en su
conjunto y su permanente proceso de cambio. Cuando
la biología demostró que no había nada
inamovible, que todo evolucionaba, hubo quienes no se resignaron
y buscaron en otra parte algo que no evolucionara nunca para
asentar sobre ello las bases de la inmortalidad terrenal.
Creced y
multiplicaos
El universo, todo el conjunto de cosas y fenómenos de
cualquier tipo que lo conforman, es materia en movimiento. No
existe un vocablo único que permita fundir la
noción de que materia y movimiento no existen por
separado. El movimiento es la forma de existencia de la materia
y, por consiguiente, no cabe sorprenderse de que las cosas
cambien, ya que son esencialmente cambiantes. Lo verdaderamente
asombroso sería encontrar algo en el universo que
jamás haya evolucionado, que careciera de historia.
Incluida la biología, todas las disputas
científicas que conoce la historia se reducen a la
separación de la materia y el movimiento. Así,
existen corrientes ideológicas que consideran la materia
como algo estático que sólo cambia por la
acción de fuerzas exteriores que inciden sobre ella y, por
consiguiente, suponen la presencia de seres o energías
inmateriales, movimiento puro. Además, es posible
también rastrear a lo largo de la historia del pensamiento
humano la existencia de otras concepciones algo diferentes de la
anterior, como aquellas que niegan el movimiento y el cambio, es
decir, que mantienen un concepción estática
del universo.
La materia cambia y se modifica, pasando de unos estados a
otros, de unas formas a otras, siempre por su propia
dinámica interna, sin necesidad de la intervención
de factores o impulsos ajenos a ella misma. A lo largo de la
historia, el cambio más importante experimentado por la
materia es la transformación de la materia inerte en
materia viva. En virtud de esta transformación la materia
inerte, sin dejar de ser materia, en definitiva, experimenta un
salto cualitativo y se desdobla, adquiriendo nuevas propiedades y
dando lugar a nuevos fenómenos de tipo muy diferente a los
anteriores. La vida, pues, no ha existido eternamente sino que
tiene un origen que está en la materia inerte y es
impensable sin ella porque es un fenómeno material, es
decir, también es materia en movimiento. No existen
fenómenos vitales que sean inmateriales, la vida no se
puede separar de los seres vivos concretos, de los invertebrados,
las plantas o las
bacterias, por
lo que carece de sentido científico hablar del "aliento
vital" u otras formas de movimiento puro. El empleo de ese
tipo de nociones y otras, como la "continuidad de la vida", es
corriente en biología y su origen es religioso: la vida
eterna, la vida después de la vida, un paraíso en
el que es posible la vida sin vida, es decir, sin cambios, sin
acontecimientos, siempre igual a sí misma. Tan
errónea como la eternidad de la vida es la
concepción de su creación a partir de la nada, que
es otra de las teorías que sostienen las grandes religiones
monoteístas que, además, involucran en su
surgimiento la intervención de un ente sobrenatural
inmaterial. Las religiones, por lo tanto, consideran que la
materia no tiene por sí misma capacidad de movimiento y de
desarrollo,
que necesita la intervención de fuerzas exteriores.
Aparece así la figura imaginaria de un ser creador situado
por encima de la materia.
Los defensores de la creación divina del universo
consideran que, por su mismo origen sobrenatural, la obra de dios
es perfecta y, en consecuencia, que no puede cambiar sin
empeorar, sin degenerar en algo imperfecto, en un monstruo. El
creacionismo es sustancialmente estático, una
versión religiosa del antiguo pensamiento eleático,
que negaba el movimiento y el cambio. En ocasiones se caracteriza
a la materia viva por su capacidad evolutiva, para diferenciarla
de la inerte, como si ésta no cambiara: "El objeto
material no tiene historia", afirma García Morente (27).
La materia aparece ahí metafísicamente separada en
dos partes completamente diferentes de manera que una de ellas,
la materia inerte, necesita de la otra, de la vida, para explicar
las transformaciones que experimenta. Esta versión no
niega el movimiento pero considera que por sí misma la
materia está muerta y que la vida es justamente lo
contrario de la muerte: la
vida perdura, se mantiene a sí misma perpetuamente, fuera
de los seres vivos en los que se materializa. Estas concepciones
místicas contradicen la evidencia biológica: no
sólo la materia inerte también cambia sino que su
cambio más importante ha sido el de transformarse en
materia viva. Ésta es la mejor prueba de la
evolución de aquella. Por lo demás, la deriva de
los continentes, los ciclos meteorológicos y otra serie de
fenómenos geofísicos han demostrado hace tiempo que
la materia inerte también tiene su historia.
La vida es materia transformada: surge de la materia y se
desarrolla por su propio impulso. A esto se refería
Espinosa cuando introdujo la noción de natura
naturans, la idea de naturaleza en continuo proceso de
cambio. El tipo de vínculos existentes entre la materia
inerte y la materia viva también ha suscitado
múltiples discusiones a lo largo de la historia de la
ciencia, que se pueden resumir en otras dos corrientes
ideológicas erróneas con especial incidencia en la
biología: por un lado, el mecanicismo que reduce toda la
materia (incluida la materia viva) a materia inerte y, por el
otro, el hilozoísmo, una forma de animismo que dota a toda
la materia de vida, es decir, que considera que toda la materia
está animada. Pero para que se pueda dar cualquiera de
esas formas de reduccionismo, aparentemente tan enfrentadas,
primero se tiene que separar a la vida de la materia, algo en lo
que ambas corrientes coinciden. A veces en los manuales de
física la dicotomía se presenta erróneamente
como una contraposición entre la masa (materia) y la
energía (inmaterial), de donde se traslada a la
biología, identificando la materia con la masa inercial y
a la vida con la energía. Ambos puntos de vista de vista
son unilaterales y han conducido a numerosos equívocos.
Que la materia inerte cambie no significa que tenga vida. La vida
es una forma específica de movimiento de la materia que es
propia exclusivamente de los seres vivos y no se puede reducir a
movimientos puramente mecánicos. La materia inerte se
transforma siguiendo leyes (físicas, químicas,
cosmológicas) que son diferentes de las que corresponden a
la materia viva. Equiparada a la energía, la vida aparece
como una entelequia, una abstracción.
El surgimiento de la vida y cualquier clase de movimiento de
la materia, en general, es consecuencia tanto de cambios
cuantitativos como cualitativos; los unos no pueden existir sin
los otros. En la biología esta problemática se ha
presentado bajo la forma de cambios graduales (continuos) o
saltos (discontinuos) como si la existencia de unos obstaculizara
la de los otros. Así Lamarck y Darwin sólo
tenían en cuenta los primeros, mientras que Cuvier y De
Vries sólo tenían en cuenta los segundos. Sin
embargo, no es posible descomponer el movimiento en fases
discontinuas sin tener en cuenta la continuidad, ni tampoco
considerar exclusivamente la continuidad sin tener en cuenta la
discontinuidad. En términos más de moda cabe decir
que en la naturaleza los fenómenos son a la vez
reversibles e irreversibles. El registro fósil acredita
una evolución no lineal sino ramificada, de manera que hay
especies que desaparecieron definitivamente sin haber dejado
continuación. También es posible asegurar que todas
las especies actualmente existentes provienen de algún
precedente anterior del cual, sin embargo, difieren
cualitativamente, es decir, que lo continúan a la vez que
lo superan. Que la evolución no sea lineal no significa
que no existan eslabones que enlacen a unas especies con sus
precedentes. No existen cambios cualitativos que no hayan sido
preparados por otros de tipo cuantitativo, del mismo modo que no
hay cambios cuantitativos que no conduzcan, tarde o temprano, a
cambios cualitativos. Ambos son las formas en las que se produce
el movimiento de la materia en general, y de la materia viva en
particular.
La larga polémica sobre los eslabones y cambios
graduales atrae a la biología y a la materia viva las
paradojas de Zenón sobre el desplazamiento, como es el
caso de la teoría del "equilibrio
puntuado" de Trémaux (28), Ungerer (29) y Gould (30), es
decir, la concurrencia en la evolución de largos periodos
de estabilidad seguidos por repentinos saltos, como la
explosión del Cámbrico, etapa en la que aparecen la
mayor parte de las formas de vida hoy conocidas. Presentada de
esa manera, la evolución biológica aparece como las
viejas proyecciones cinematográficas de celuloide, como si
el movimiento se pudiera descomponer en un número
determinado de fotogramas; en su conjunto, al pasar de un
fotograma a otro aparece una ilusión dinámica, pero
en sí mismos los fotogramas son una imagen
estática de la realidad, como si ésta pudiera
detenerse en un momento dado de su curso y como si,
además, el paso de un fotograma a otro siguiera siempre el
mismo ritmo desde el principio hasta el final.
El movimiento no se puede descomponer en una sucesión
de etapas, inmóviles cada una de ellas. Del mismo modo, la
teoría del "equilibrio puntuado" no vincula la
discontinuidad a la continuidad sino que las enfrenta. En las
etapas de equilibrio se eliminan los cambios, cuya presencia se
reserva sólo para los saltos. Al mismo tiempo, estos
saltos parecen producirse en el vacío, de manera
imprevista, repentinos, cuando en realidad se prolongaron durante
millones de años. La explosión del Cámbrico
no fue un fenómeno instantáneo, como su
denominación parece dar a entender. Gracias a la
teoría de la relatividad hoy sabemos que la velocidad a la
que se desarrolla cualquier acontecimiento no es infinita y, por
lo tanto, que cualquier salto también es un proceso en
sí mismo, una forma de transición más o
menos dilatada en el tiempo. La explosión del
Cámbrico duró unos cuantos millones de años:
solamente se puede considerar como tal explosión de una
forma relativa, en comparación con los 3.000 millones de
años anteriores y los 500 posteriores. Por el contrario,
en la teoría del equilibrio puntuado parece que durante
las etapas de equilibrio sólo hay cambios cuantitativos,
reproductivos, en los que unas generaciones son copias perfectas
de las anteriores, de manera que las posteriores explosiones no
parecen tener relación con ellos, es más, no
parecen tener relación con nada, o se atribuyen a
acontecimientos fantásticos, como los que describía
Platón
en el "Timeo": incendios o
diluvios apocalípticos, a los que hoy
añadiríamos los meteoritos que "explican" la
desaparición de los dinosaurios. Eso no significa que en
la Tierra no se hayan producido catástrofes
geológicas, meteorológicas o cósmicas;
tampoco significa que esas catástrofes no hayan influido
en los sistemas
biológicos. Lo que significa es que, como decía el
biólogo francés Le Dantec, la vida se explica por
la vida misma, que ningún fenómeno biológico
se puede explicar recurriendo únicamente a
condicionamientos geofísicos, meteorológicos o
cósmicos, y mucho menos el origen y la extinción de
la vida misma. Así, la aparición de la vida en la
Tierra como consecuencia de su llegada en algún meteorito
procedente del espacio (panspermia) no es una explicación
del origen de la
vida sino, en todo caso, de su transporte.
Las "explicaciones" catastrofistas que nada explican fueron
características de la paleontología francesa de la
primera mitad del siglo XIX, derivaciones de los cataclismos de
Cuvier que se utilizaron profusamente para combatir las tesis
transformistas -y gradualistas- de Lamarck. Su empeño era,
pues, anti evolucionista y se apoyaba en la ley de Steno: la
evolución geológica había dejado un rastro
de sedimentos sucesivos apilados sobre el terreno, cada uno de
los cuales atestiguaba el origen y el final de una época
histórica. Cada estrato constituía una prueba de la
discontinuidad evolutiva y el salto repentino, mientras que la
transición de uno a otro carecía de
explicación, por lo que la paleontología retornaba
a las catástrofes de Platón
(31). Era una versión diferente -laica- del creacionismo
bíblico, una teoría que no sólo es falsa por
la escisión que establece entre un creador y su criatura
sino también porque concibe la posibilidad de que surja
algo de la nada, lo cual no es posible: ex nihilo nihil
fit. La nada no evoluciona; todo lo que evoluciona empieza a
partir de algo. De ahí la enorme confusión que
introducen algunas obras científicas que ponen en su
portada títulos tan poco agraciados como "De la nada al
hombre" (32). A las concepciones creacionistas son asimilables
también aquellas, como las mutacionistas, que defienden la
posibilidad de que existan cambios o saltos cualitativos sin
previos cambios cuantitativos. Como cualquier otra forma de
materia, la vida también está en un permanente
proceso de cambio cuantitativo y cualitativo que la Biblia
expresó en su conocido mandato: creced y multiplicaos. El
movimiento vital es la unidad contradictoria de ambos aspectos:
un aspecto cuantitativo, la multiplicación, junto con otro
cualitativo, el desarrollo. Ambos aspectos vitales son
indisociables; la esencia de la vida es producción y
reproducción. La producción expresa
la creación o generación de lo nuevo, de lo que no
existía antes, mientras que la reproducción es la
multiplicación, el surgimiento de varios ejemplares
distintos partiendo un mismo original. Ambos aspectos del
movimiento biológico son indisociables, de modo que
sólo se pueden separar analíticamente siempre que
posteriormente se recomponga su unidad.
La unidad dialéctica del crecimiento y la
multiplicación ha arraigado profundamente en la palabra
"generación" del idioma castellano donde, por un lado,
expresa el surgimiento de algo nuevo y, por el otro, el relevo y
la sucesión de ascendientes a descendientes. Además
de un vocablo con numerosas connotaciones biológicas
(regeneración, degeneración), tiene también
dilatadas raíces en la historia del pensamiento humano, no
solamente bíblico sino en las concepciones
filosóficas griegas, especialmente la aristotélica.
Según Aristóteles la generación no parte
de la nada sino de algo previo que ya existía con
anterioridad; es una (re)creación, una
transformación. En el siglo XIX esto fue asumido por la
física como su principio más importante, el de la
conservación de la materia y la energía: los
fenómenos no surgen de la nada, la materia no se crea ni
se destruye sino que se transforma. Al mismo tiempo, toda
transformación es una generación porque aparecen
formas nuevas de vida a partir de las ya existentes, en forma de
saltos cualitativos. Hay simultáneamente creación y
recreación: "Tiene que haber siempre algo
subyacente en lo que llega a ser", dice Aristóteles, que
en otra obra desarrolló aún más su
concepción: "Lo que cesa de ser conserva todavía
algo de lo que ha dejado de ser, y de lo que deviene, ya algo
debe ser. Generalmente un ser que perece encierra aún el
ser, y si deviene, es necesario que aquello de donde proceda y
aquello que lo engendra exista" (33). Lo que diferencia a la
generación de las supersticiones acerca de la
creación es que en ésta aparece algo milagrosamente
de la nada, mientras la generación es una
transformación (cuantitativa y cualitativa) de lo
existente. El mito de la
creación se agota en seis días, a partir de los
cuales ya no hay nueva creación. Dios creó el mundo
para siempre; a partir del séptimo día
descansó y desde el octavo sólo ha habido
transmisión o continuidad de una producción
perfecta. Esta concepción bíblica ha tenido dos
reediciones posteriores directamente dirigidas contra el concepto
de generación:
a) a finales del siglo XVII la teoría preformista, que
fue una reedición moderna de las homeomerías de
Anaxágoras aparecida como consecuencia del descubrimiento
del microscopio, una de cuyas primeras aplicaciones fue la
materia viva; ante los ojos atónitos de los hombres
apareció lo que hasta entonces había sido
invisible, lo infinitamente pequeño, creando un espejismo
científico que supuso el primer golpe contra el concepto
de generación
b) la hipótesis del gen, a su vez, es una
reedición del preformismo correspondiente a 1900 y, por
tanto, de la mística creacionista. Según
expresión de Watson, uno de los descubridores de la
estructura de
doble hélice del ADN: "Antes creíamos que nuestro
destino estaba escrito en las estrellas; ahora sabemos que
está en los genes". Los genes preexisten desde siempre y
sólo se producen diferentes redistribuciones de ellos. La
evolución es, pues, limitada, no hay nuevos naipes sino
que cada partida se reinicia con idénticas cartas,
después de barajadas. Se trata de un juego
combinatorio pero ni hay más naipes ni hay nuevas figuras
en cada baraja. Por su carácter creacionista las
teorías mendelistas también son anti
evolucionistas
El preformismo es como las muñecas rusas: todo nuevo
ser está contenido, ya en el óvulo (ovulistas), ya
en el espermatozoide (espermatistas), antes de la fecundación. Como resumía Leibniz
(1646-1716), uno de los defensores del preformismo: "Las plantas
y los animales son ingenerables e imperecederos […] proceden de
semillas preformadas y, por consiguiente, de la
transformación de seres vivientes preexistentes. Hay
pequeños animales en el semen de los grandes que, mediante
la concepción, adquieren un entorno nuevo que se apropian
y en el que pueden nutrirse y crecer para salir a un teatro más
grande" (34). En esta misma línea, Charles Bonnet
(1720-1793) decía que la evolución no es la
creación de algo nuevo, sino el simple crecimiento de
partes preexistentes, de una totalidad orgánica que lleva
en sí la impronta de una obra hecha de una vez y para
siempre. Las semillas son una especie de óvulos en donde
todas las partes de la planta están diseñadas en
miniatura. No hay producción de un ser nuevo, sino
despliegue de un individuo ya constituido en todos sus
órganos, que inicialmente aparece concentrado sobre
sí mismo en la semilla o en el embrión.
Esta teoría conduce a la del encapsulamiento de Buffon:
si todo ser vivo está previamente contenido en la semilla
de otro ser vivo en un estado microscópicamente reducido,
deberá, a su vez, contener otros seres preformados
aún más reducidos, y así hasta el infinito,
de modo que en el ovario de la primera mujer o en las
vesículas seminales del primer hombre debían estar
encapsuladas -unas dentro de otras- todas las generaciones que
han constituido y constituirán en el futuro a todos los
seres humanos. Era una hipótesis mecanicista en la que,
por primera vez, se separaban los cambios cualitativos de los
cuantitativos, se aceptaban éstos pero no aquellos: no hay
crecimiento sino sólo multiplicación. La
preformación, que está entre los fundamentos de la
errónea hipótesis de los genes, conduce a la
predestinación, una ideología religiosa cuyas
raíces se remontan a Agustín de
Hipona y a Lutero, es decir, que será muy
fácilmente asimilada, como tendremos ocasión de
comprobar, en los países de cultura
protestante, germana y anglosajona.
En el mandato bíblico era dios quien daba las
órdenes, como si a los primeros humanos, por sí
mismos, no se les hubiera ocurrido ni crecer ni multiplicarse.
Esta concepción tiene su origen en las concepciones de
Platón y Aristóteles, que adolecían de un
vicio que arraigó profundamente en la ciencia occidental:
el hilemorfismo, la separación entre la materia y el
movimiento, que a veces se presenta como una separación
entre la materia y la forma. Para cambiar, la materia no se basta
a sí misma sino que necesita un primer impulso externo. La
materia es inerte por sí misma y las causas de sus cambios
se han buscado históricamente en conceptos imprecisos,
como el alma, que han abierto las puertas a toda suerte de
misticismos y que la ciencia ha repudiado reiteradamente.
Según Aristóteles, los animales también
tienen alma. Lo mismo que en otros idiomas, en castellano la
palabra "animal" deriva de la latina anima, que hace
referencia a lo que está animado, es decir, dotado de vida
y de movimiento por sí mismo. Siempre se ha identificado a
los seres vivos por su capacidad de movimiento, por el cambio, el
crecimiento y el desarrollo constantes (35). Pero al separar al
cuerpo del alma la metafísica consideró que el
primero necesita del alma para moverse mientras que el alma se
basta a sí misma. El aliento vital es ese soplo con el que
dios infunde vida al barro con el que crea al primer hombre. El
alma mueve al mundo pero el alma no se mueve, no cambia, no
crece, no se desarrolla. A diferencia del cuerpo, el alma es
inmortal y, además, autosuficiente: no necesita respirar
ni alimentarse para sobrevivir eternamente. El cuerpo crece, se
transforma y cambia, mientras que el alma se reproduce. El
latín preservó esa dicotomía
metafísica ancestral diferenciando entre el femenino
anima y el masculino animus que se introdujo en
la biología, donde el óvulo (parte femenina) es la
materia inerte a la que el espermatozoide (parte masculina)
insufla dinamismo; en las células el
citoplasma es esa parte femenina inactiva cuya función es
esencialmente nutritiva, mientras el núcleo es la parte
masculina, activa, que necesita alimentarse de la anterior
(nature y nurture respectivamente). De
aquí deriva la noción vulgar de proteína que
se ha impuesto en la actualidad como factor puramente nutritivo,
cuando en su origen a comienzos del siglo XIX era el elemento
formador, el componente sustancial de los seres vivos. Un
místico como Bergson destacó ese papel subordinado
del cuerpo (nurture) frente al germen (nature):
"La vida se manifiesta como una corriente que va de un germen a
otro germen por mediación de un organismo desarrollado"
(36). La "sociobiología" es más de lo mismo, una
vulgaridad con pretensiones que copia la teoría de Bergson
décadas después:
En un sentido darwiniano, el organismo no vive por sí
mismo. Su función primordial ni siquiera es reproducir
otros organismos; reproduce genes y sirve para su transporte
temporal […]
El organismo individual es sólo un vehículo,
parte de un complicado mecanismo para conservarlos [los genes] y
propagarlos con mínima perturbación bioquímica
(37).
Con diferente formato, la teoría sintética
repite la vieja metafísica idealista que sólo
admite el alma, que pertenece a dios, y menosprecia la carne, el
venero del pecado. El
comensal es sujeto y la comida objeto. Es la diferencia entre pez
y pescado llevada al extremo de que todo el pez -salvo sus genes-
se ha convertido en pescado, un burdo pitagorismo que reduce los
cambios cualitativos a cambios cuantitativos, que
únicamente atiende a la reproducción porque el
cuerpo es el hogar cuya tarea se limita a albergar, cuidar y
engordar a los genes, movimiento puro. La semántica del idioma preserva esta
dicotomía ancestral entre el alma y el cuerpo cuando
atribuye a lo vegetativo una falta de dinamismo, una pasividad
contemplativa. Se dice que alguien se dedica a la vida vegetativa
o, si está en coma, que es como un vegetal. Es nuestro
componente inferior; el superior, el verdaderamente importante,
es el espíritu o, lo que es lo mismo, los genes.
La separación de ambos aspectos conduce al absurdo. Las
divagaciones idealistas acerca de la vida hubieran resultado
imposibles sin esa separación. Es el caso de Bergson,
quien alude al movimiento sin objeto móvil, a la vida sin
seres vivos: "En vano se buscará aquí, bajo el
cambio, la cosa que cambia; si referimos el movimiento a un
móvil, siempre es de un modo provisional y para satisfacer
a nuestra imaginación. El móvil continuamente
escapa a la mirada de la ciencia; ésta nunca ha de
habérselas más que con la movilidad" (38).
Sólo así es posible divagar sobre abstracciones
como el aliento vital y toda suerte de impulsos misteriosos que
son capaces de lograr lo que -supuestamente- la materia no puede
por sí misma: moverse, cambiar, desarrollarse. La vida son
los seres vivos, sus órganos y sus funciones. No es
posible hablar acerca de la vida y conocerla en profundidad
más que a través de las formas concretas y materiales en
las que se manifiesta, a través del metabolismo,
la fotosíntesis, la respiración, la reproducción,
etc.
Replantear en la biología el problema del alma tiene un
enorme interés,
como veremos, porque es la versión travestida del problema
de la forma. Acredita que no es suficiente poner de manifiesto el
carácter material de la vida: la vida es materia pero es
mucho más que materia inerte. El empleo de la
expresión "materia viva" tiene la virtud de subrayar el
origen de la
vida en la materia inerte así como su aspecto
material, es decir, que no hay en la vida nada ajeno o
extraño a cualquier otra forma de materia. Ahora bien, la
vida no se reduce a materia inerte porque sólo existe como
materia orgánica, es decir, organizada o dispuesta de una
forma especial.
Como afirma Kedrov, "cada forma específica de
movimiento posee su propio tipo de materia que le corresponde en
el plano cualitativo, siendo aquella la forma (el modo) de
existencia de éste". Esto es consecuencia de la unidad
entre el contenido y la forma, concluye Kedrov (39), síntesis
que supera las limitaciones del hilemorfismo aristotélico.
Los fenómenos vitales no se pueden reducir a
fenómenos físicos porque la vida no aparece en
cualquier disposición material sino exclusivamente en la
materia orgánica, cuya complejidad supera -cuantitativa y
cualitativamente- a la materia inerte. Por el contrario, la
muerte descompone la materia orgánica,
transformándola en materia inerte o, utilizando las
palabras del fisiólogo alemán Johannes Müller:
"La materia orgánica existente en los cuerpos
orgánicos no se mantiene por completo sino en tanto que
dura la vida de estos cuerpos" (40). La vida es, pues, el modo de
existencia de la materia orgánica o, por expresarlo en las
palabras de Engels: "La vida es el modo de existencia de los
cuerpos albuminoideos, y ese modo de existencia consiste
esencialmente en la constante autor renovación de los
elementos químicos de esos cuerpos" (41). Sólo hay
vida donde hay materia orgánica y sólo hay materia
orgánica donde hay vida. El estudio científico de
la vida, la biología, sólo puede emprenderse a
partir de las formas materiales específicas
-orgánicas- que reviste y en ningún caso separado
de ellas, como una entelequia abstracta.
La concepción de la vida como modalidad
específica de movimiento de la materia orgánica
surge en 1759 como una reacción contra el mecanicismo del
siglo XVII y su variante biológica: el preformismo. En su
obra Theoria generationis Caspar Friedrich Wolff
(1733-1794) critica el preformismo y vuelve a la teoría de
la generación en una forma nueva, más avanzada,
epigenética. Wolff se apoyó en el estudio
microscópico del crecimiento de los embriones, una novedad
que fue seguida por Karl Ernst Von Baer (1792-1876), dando lugar
al nacimiento de la embriología, la ciencia que estudiaba las
características específicas del movimiento de la
materia viva. Con ella el evolucionismo dio sus primeros pasos.
Según Wolff, el embrión adquiere su forma
definitiva de manera gradual. La teoría epigenética
estudia el organismo en su movimiento, en su proceso de cambio,
que sigue determinados ciclos o estadios sucesivos de desarrollo.
Cada estadio se forma a partir del precedente por
diferenciación. En consecuencia, cada estadio no
está contenido en el anterior, como pretendía el
preformismo. En el interior de los óvulos y
espermatozoides sólo existe un fluido uniforme;
después de la fecundación una serie de
transformaciones progresivas -cuantitativas y cualitativas- dan
origen al embrión a partir de una sustancia
homogénea, que hoy llamaríamos "célula
madre". Los órganos especializados se forman a partir de
células sin especializar. Con esta noción Von Baer
formuló una ley general de la embriología: la
epigénesis procede de lo general a lo particular,
comenzando por un estado homogéneo que va
diferenciándose sucesivamente en partes
heterogéneas. Esta concepción del desarrollo
epigenético de la materia viva no es, por tanto, serial
sino ramificada o arborescente, un claro antecedente de las tesis
evolucionistas de Lamarck y Darwin. Como se puede apreciar,
también es dialéctica y se concibe bajo la
influencia del idealismo
alemán, dando lugar a la aparición en Alemania de
una corriente denominada "filosofía de la naturaleza".
De esta corriente -científica y filosófica a la
vez- formó parte Goethe, para quien la preformación
y la epigénesis representan, respectivamente, las tesis
del fijismo (continuidad) y la variabilidad (discontinuidad).
Paradójicamente su teoría de la
metamorfosis de las plantas se apoya en la metempsicosis
corpurum de Linneo. Goethe defiende la evolución, la
variabilidad y rechaza la teoría de la preformación
como "indigna de un espíritu cultivado". Pero su
"Teoría de la naturaleza" no es unilateral sino
dialéctica, lo que le permite matizar con enorme finura:
el árbol no está espacialmente contenido en la
semilla pero sí hay en ella una cierta
predeterminación. Una explicación científica
de la variabilidad de las formas y sus metamorfosis se debe
complementar con el reconocimiento de la continuidad de los seres
vivos. El cambio, pues, no excluye la continuidad (42).
Ésta era la médula racional en la que el
preformismo aportaba explicaciones realmente valiosas. La
síntesis que Goethe lleva a cabo entre el preformismo y la
epigenética demuestra su perspicacia y supera los
derroteros hacia los que Von Baer trató de conducir la
embriología. Von Baer era partidario de las
catástrofes, posicionándose a favor de Cuvier en su
polémica con Geoffroy Saint-Hilaire y favoreciendo
así a las corrientes anti transformistas (43).
En 1790 Kant en su obra
"Crítica del juicio" delimita simultáneamente la
materia inorgánica de la orgánica y expone una
definición científica de "organismo" (organismo
vivo naturalmente). Kant une y a la vez separa la materia
orgánica de la inorgánica. Critica al
hilozoísmo porque "el concepto de vida es una
contradicción porque la falta de vida, inercia, constituye
el carácter esencial de la misma" (44) y, por tanto, la
materia inerte forma parte integrante de la vida: no
existiría vida sin materia inorgánica. Pero la
crítica de Kant va sobre todo dirigida contra el
mecanicismo: un ser vivo "no es sólo una máquina,
pues ésta no tiene más que fuerza motriz,
sino que posee en sí fuerza formadora, y tal por cierto,
que la comunica a las materias que no la tienen (las organiza),
fuerza formadora, pues, que se propaga y que no puede ser
explicada por la sola facultad del movimiento (el mecanismo)"
(45).
Después del concepto de generación de
Aristóteles, la aportación de Kant es la segunda
pieza sobre la que se articula la biología. Su
formulación permitió por vez primera separar al
organismo de su entorno, pero manteniendo a la vez a ambos
unidos. Kant define el organismo como una articulación de
partes relacionadas entre sí y dotada de autonomía,
la unidad de la diversidad (unitas complex) que
recientemente se ha vuelto a poner en el primer plano de la
biología: para Piaget el
concepto de organización está en el centro de la
biología, mientras que, según Morin, es la
noción "decisiva" (46). Esta concepción,
efectivamente, un extraordinario progreso de la ciencia, quebraba
también la separación religiosa entre el creador y
su criatura: todo organismo reúne ambas condiciones, es
auto organización (47), una facultad característica
de la materia orgánica en virtud de la cual, los seres
vivos:
a) forman una unidad frente al entorno, son reactivos e
interdependientes respecto a él b) individualidad: cada
ser vivo es diferente y reacciona diferenciadamente del
entorno
Esa capacidad de auto organización se observa en la
regeneración de las pérdidas y lesiones que padece
la materia orgánica. La hidra es el ejemplo más
característico de regeneración de los seres vivos
inferiores, mientras que el sistema inmunitario se puede utilizar
hoy como ejemplo para los seres más evolucionados de la
defensa de la integridad corporal propia frente a las agresiones
del entorno. Las heridas cicatrizan. Los seres vivos no
sólo se generan a sí mismos sino que también
se (re)generan por sí mismos a lo largo de su vida, porque
son capaces de transformar las sustancias inertes de su entorno
en sustancias orgánicas similares a las suyas propias
("intususcepción"). La materia inorgánica no sufre
pérdidas, ni experimenta alteraciones sustanciales, ni
tampoco podría repararlas como hacen los seres vivos (48).
Son estos -y sólo ellos- los que crean (y recrean)
vida.
En biología las supersticiones acerca de la
inmortalidad del alma se introdujeron bajo la forma de
teoría de la continuidad de la vida o biogénesis.
La vida procede de la vida; no habría sido creada por dios
sino que existiría desde siempre. Algunos manuales
universitarios de genética comienzan así
precisamente, por la continuidad de la vida y la
explicación de la vida como un fenómeno continuo.
Basta sustituir las palabras "plasma" o "genes" por la de alma,
para retroceder dos mil años en el túnel del
tiempo. La nueva mística mendelista asevera que "el plasma
germinal es potencialmente inmortal", que "todo organismo procede
de la reproducción de otros preexistentes" y que "la
biogénesis se eleva de la categoría de ley
corroborada por los datos
empíricos a la de teoría científica". Ahora
bien, otro de los dogmas que la biogénesis quiere
cohonestar con el anterior es el de que nada tiene sentido en
biología si no es a la luz de la
evolución, aunque el manual que
comentamos nada argumenta para fundir ambos principios (49), que
son radicalmente incompatibles. La teoría de la
continuidad de la vida no explica su origen sino que lo
presupone. En torno a la
continuidad de la vida hay organizadas varias sectas
oscurantistas, entre ellas la de Monod, para quien la vida
podría ser eterna porque hay una "perfección
conservativa de la maquinaria" animal; pero en el funcionamiento
molecular se van produciendo "errores" que se acumulan fatalmente
(50). Es un nuevo ropaje para la vieja mística de la
inmortalidad. En la ciencia de la vida la muerte desempeña
un papel capital, por
más que desde que Comte impusiera su veto no se mencione
casi nunca. Algo falla en las enciclopedias cuando siempre se
habla de la vida pero no de la muerte, de la evolución
pero no de la involución, de la generación pero no
de la extinción. A lo máximo algunos
biólogos aluden a la senectud, a los intentos de curar las
enfermedades y
prolongar la vida, pero nunca a su destino inexorable, que es la
muerte, la contrapartida dialéctica de la vida: "La vida
es el conjunto de funciones que resisten a la muerte",
escribió Bichat a comienzos del siglo XIX en un manual que
contribuyó a fundar la fisiología moderna (51). Sólo se
mueren los organismos vivos. La vida, pues, no es una entelequia,
una abstracción al margen de las formas materiales en las
que se manifiesta y nada como la muerte demuestra la
vinculación indisoluble de la vida a la materia
orgánica, la unidad dialéctica de todas las formas
de materia, así como su carácter concreto y
perecedero. La muerte convierte a la materia viva en materia
inerte y, al mismo tiempo, ésta es necesaria para la vida.
No sólo no habría vida sin materia orgánica
sino que tampoco la habría sin materia inerte: sin
azúcares, oxígeno, grasas,
agua, fotones
o sales minerales. La
muerte es imprescindible para la continuidad de la vida y, sin
embargo, es el fenómeno necesariamente ausente en todos
los planteamientos místicos acerca de la vida porque
pretenden presentar a ésta como causa y nunca como efecto:
la vida es consecuencia de un determinado grado de
evolución de la materia. En la vida, pues, hay continuidad
pero también hay discontinuidad. Goethe refería un
stirb und werde, un proceso continuo de
desintegración y regeneración.
En esta misma línea Engels sostuvo lo siguiente: "Ya no
se considera científica ninguna fisiología si no
entiende la muerte como un elemento esencial de la vida, la
negación de la vida como contenida en esencia en la vida
misma, de modo que la vida se considera siempre en
relación con su resultado necesario, la muerte, contenida
siempre en ella, en germen. La concepción
dialéctica de la vida no es más que esto. Pero para
quien lo haya entendido, se terminan todas las charlas sobre la
inmortalidad del alma. La muerte es, o bien la disolución
del cuerpo orgánico, que nada deja tras de sí,
salvo los constituyentes químicos que formaban su
sustancia, o deja detrás un principio vital, más o
menos el alma, que entonces sobrevive a todos los organismos
vivos, y no sólo a los seres humanos. Por lo tanto
aquí, por medio de la dialéctica, el solo hecho de
hablar con claridad sobre la naturaleza de la vida y la muerte
basta para terminar con las antiguas supersticiones. Vivir
significa morir" (52). Por su parte, Waddington afirmó que
es la muerte la que logra que la evolución no se detenga:
si cada individuo fuera inmortal no habría espacio para
otros ensayos de
nuevos ejemplares y variedades. La muerte de los individuos deja
lugar para la aparición de nuevos tipos susceptibles de
ser ensayados; es el único camino para evitar el
estancamiento evolutivo y, en consecuencia, forma parte
integrante de la evolución (53).
Como cualquier fenómeno dialéctico, la vida
describe ciclos que sólo aparentemente se repiten. La
muerte es un estadio de ese ciclo vital. Las células
también tienen sus ciclos y, en consecuencia, mueren. Pero
si el organismo se compone de varias células, sobrevive
aunque algunas de ellas mueran porque es relativamente
independiente de ellas. El ser humano pierde cada año una
masa de células cuyo peso es casi equivalente al de la
totalidad del cuerpo. Las células mueren en un
fenómeno natural (apoptosis), aunque en realidad son
sustituidas por otras que contribuyen a renovar el organismo
(54). A su vez, el organismo muere pero no la especie a la que
pertenece. La continuidad exige el cambio y el cambio
resultaría impensable sin la continuidad (55). La sangre recorre
todo el organismo poniendo en comunicación a sus diferentes partes
(tejidos, órganos y células) siguiendo un circuito
cerrado, ininterrumpido, y renovándose continuamente a
sí misma, de manera que la sangre que penetra en el
corazón
no es la misma que sale de él. Es otro ejemplo
gráfico de la esencia misma de los fenómenos
biológicos. De ahí que la denominada ley de la
replicación de Haeckel, una variante de la de Von Baer que
ha quedado expuesta anteriormente, sea un poderoso instrumento de
análisis en biología, como tantos
otros de tipo analógico que son propios de esta ciencia,
porque permiten comparar la dinámica evolutiva de las
especies y los individuos: cada embrión reproduce la
evolución de la especie de manera acelerada y resumida; el
desarrollo individual replica cada una de las secuencias del
desarrollo general que ha seguido la especie de la que forma
parte a lo largo de su historia evolutiva; los rasgos más
primitivos se forman primero y los más recientes vienen
después. Las transformaciones que en la especie
requirieron millones de años, se resumen y acortan en unas
pocas semanas o meses de gestación (56).
Entre el cúmulo de nociones confusas que se han
difundido en torno a la tesis de la continuidad de la vida
está la de enfrentarla a lo que se quiere presentar como
su contrario, la de la "generación espontánea"
(57), una concepción dominante en toda la historia de la
biología hasta su quiebra a
mediados del siglo XIX. Además, esa quiebra de la
generación espontánea acarrearía
inexorablemente la de la generación aristotélica
sobre la que parece fundarse aquella. Ambos argumentos son
falsos. En primer lugar, la tesis de la generación
espontánea está ligada a la continuidad de la vida;
en el segundo, su quiebra no sólo no arrastra a la
generación aristotélica sino que confirma que se
trata de la única concepción acorde con la
ciencia.
El error de la generación espontánea fue puesto
de manifiesto por Pasteur en 1868. A pesar de ello, como tantas
otras hipótesis científicas equivocadas,
desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de
la biología y aún hoy envuelve un núcleo
racional de enorme alcance: plantea la cuestión del origen
de la vida, un interrogante no resuelto que alimenta no
sólo las más diversas concepciones religiosas sino
también erróneas tesis en el interior de
determinadas concepciones científicas. El salto
cualitativo de la materia al transformarse en materia viva es el
más importante de todos, tanto que resultó de muy
difícil asimilación. De ahí que muchos
biólogos pensaran que la materia viva procedía de
otra materia viva en descomposición. Era más
fácil pensar que la vida no desaparecía totalmente
y que podía surgir de eso que no había muerto de
una manera definitiva. "Un ser que perece encierra aún el
ser", decía Aristóteles en la cita que he recogido
antes, una tesis idéntica a la de Leibniz: no existe ni
generación "entera" ni muerte "perfecta" porque la
naturaleza no salta, el alma se traslada a otro cuerpo poco a
poco, etc. (58). De esa concepción surgen los velatorios y
otros ritos funerarios ancestrales que dejan transcurrir un
cierto tiempo antes de proceder a la incineración o el
entierro: la muerte no es un acto instantáneo sino que
existe un proceso intermedio en el que la vida agoniza o se
extingue paulatinamente. Era como las llamas que reavivan antes
de que el fuego se extinga completamente. Este tipo de
concepciones acreditan que la generación espontánea
no sólo no contradecía la tesis, aparentemente
opuesta, de la continuidad de la vida, sino que está
asociada a ella. Según el biólogo alemán
Treviranus, la materia orgánica era indestructible:
podía cambiar su forma pero no su esencia (59). En
consecuencia, es falso sostener que los experimentos de
Pasteur demostraron la tesis de la continuidad de la vida
(60).
En la forma en que venía exponiéndose, la
teoría de la generación espontánea
sostenía que la vida, los microbios, surgían de la
putrefacción y descomposición de la materia
orgánica (detritus, fermentación) y, además, que ese
fenómeno se producía de manera súbita o
instantánea, es decir, espontáneamente. Lo que
verdaderamente Pasteur demostró fue lo siguiente:
a) que la descomposición de la materia orgánica
no es un fenómeno químico sino biológico
(61) b) que los microbios no son el efecto sino la causa de ese
fenómeno biológico c) que la muerte devuelve la
vida a su punto de partida, transforma la vida en materia
inerte
Como cualquier otra forma de movimiento, la vida es una unidad
de contrarios, la unidad de la vida y la muerte y la unidad de la
materia viva y la materia inerte. Esos contrarios interaccionan
entre sí, se transforman unos en otros permanentemente. A
lo largo de su vida y con el fin de preservarla, los organismos
transforman la materia inerte en su contrario por medio del
metabolismo, la fotosíntesis y otros procesos
fisiológicos. Una vez muerto el organismo vivo, la materia
orgánica entra en un proceso de descomposición que
la aleja de la vida y la convierte en materia inerte. El origen
de la vida arranca con el carbono y
acaba con la carbonización. Cabe concluir, pues, que si la
teoría de la generación espontánea era
falsa, la de la continuidad de la vida lo es aún
más. En este sentido, decía Engels, los
experimentos de Pasteur eran inútiles porque es una
ingenuidad "creer que es posible, por medio de un poco de agua
estancada, obligar a la naturaleza a efectuar en veinticuatro
horas lo que le costó miles de años" (62).
De la generación cabe decir lo mismo que de la
explosión del Cámbrico. Por más que se deban
utilizar estas expresiones para aludir a los saltos cualitativos
que la naturaleza y la vida experimentan, por
contraposición a otro tipo de cambios, tales
modificaciones súbitas nunca aparecen repentinamente sino
que en sí mismos son otros tantos procesos y transiciones
cuya duración puede prolongarse durante millones de
años. En la mayor parte de los fenómenos
biológicos intervienen catalizadores (enzimas), una de
cuyas funciones consiste precisamente en acelerar los procesos.
Pero por más que una transformación
bioquímica se acelere, ninguna de ellas se produce
instantáneamente, ni siquiera en las células, donde
su duración se mide en ocasiones por millonésimas
de segundo. La cinética química es una
disciplina que, entre otras cuestiones, estudia la velocidad a la
que se producen las reacciones
químicas y tiene establecido, además, que dicha
velocidad no es constante a lo largo de la transformación
y que depende de varios factores: la presión,
la temperatura,
la concentración de los reactivos, la concentración
del catalizador, etc. Eso significa que entre el principio y el
final de cualquier reacción química existen
transiciones y situaciones intermedias en las que se forman
sustancias que ni estaban al principio ni aparecerán al
final. Por ejemplo, el vino obtiene su alcohol de la
fermentación del azúcar
(glucosa) de la
uva pero no de una manera instantánea sino después
de doce reacciones químicas intermedias catalizadas cada
una de ellas por una enzima diferente.
Toda mutación, salto cualitativo o explosión
biológica es un proceso más o menos dilatado en el
tiempo. El origen de la vida, como el origen del
hombre y el de cualquier especie son saltos cualitativos
prolongados a lo largo de millones de años a través
de fenómenos intermedios de transición encadenados
unos con otros. Si con los registros
fósiles descubiertos hasta la fecha el inicio de la
hominización puede remontarse a cinco millones de
años, es fácil conjeturar que el origen de la vida
fue un proceso aún mucho más dilatado en el
tiempo.
Hasta 1868 la mayor parte de los biólogos sostuvieron
la generación espontánea (63). También la
defendió Marx en sus
manuscritos de 1844, donde la concebía como el acta de
nacimiento de la vida (64). Marx empleaba la tesis de la
generación espontánea para la crítica de la
religión,
que entonces constituía uno de los elementos fundamentales
en la elaboración de su propio pensamiento. Lamarck
restringió su alcance: criticó la teoría "de
los antiguos" y sostuvo que sólo los infusorios
(bacterias) surgen por generación espontánea (65).
La teoría de Darwin también dependía de la
generación espontánea (66). A pesar de su
descubrimiento, el propio Pasteur nunca negó que la
materia viva procediera de la inerte y siempre se
manifestó contrario a la separación entre ambos
tipos de materia (67). Quizá se hubiera entendido mejor su
posición sobre este punto si se hubiera analizado su
concepción de la enfermedad, que él comparó
con las fermentaciones para defender que tampoco existían
las enfermedades espontáneas. Como la muerte, la
patología es un fenómeno característico de
la vida: sólo enferman los seres vivos.
La teoría de la continuidad de la vida conduce a una
articulación externa y mecánica entre lo inerte y
lo vivo o, en otros casos, a una disolución de la
biología en el viejo arquetipo de las "ciencias
naturales". La crisis de la
tesis de la generación espontánea no sólo no
refuta sino que confirma la noción de generación y,
por tanto, la del origen de la vida, un origen que
únicamente puede buscarse en la materia inorgánica.
La generación espontánea sostenía una
determinada forma en que la materia inerte se transforma en vida.
Que ese salto no se produzca de esa forma no significa que no se
produzca o, en otras palabras, que la generación no sea
espontánea no significa que no haya generación, que
la vida no surja de la materia inerte. No surge de la forma que
se había pensado hasta mediados del siglo XIX pero surge
indudablemente, por más que hasta la fecha no se sepa
cómo.
Pero es importante tener en cuenta que la teoría de la
generación no es sólo una concepción, la
única científica, acerca de la aparición de
la vida en el universo entero o sobre la tierra, un debate en el
que la generación aparece como un fenómeno
insólito, un caso único rodeado de misterio. Es
bastante más prosaico: una vez aparecida, la vida se
caracteriza por (re)crear vida constante y cotidianamente sin
ninguna clase de intervención divina. Eso es la
intususcepción, la epigénesis, el metabolismo y
demás funciones fisiológicas de los seres vivos. De
manera reiterada la materia inerte se está transformando
en materia viva. Aquel origen primigenio de la vida se repite
cada día.
La maldición
lamarckista
La biología es una ciencia de muy reciente
aparición, incluido el nombre, creado por el alemán
G. R. Treviranus y por el francés J. B. Lamarck que data
de 1800 aproximadamente. Desde su mismo origen su
propósito fue el de apartarse de las "ciencias naturales",
destacando la singularidad de un objeto de estudio distinto: la
vida. Se trata, por consiguiente, de un descubrimiento decisivo:
el de que la vida se rige por leyes diferentes de las que rigen
para las demás formas materiales. De este modo, los
esfuerzos por reducir los fenómenos biológicos a
fenómenos mecánicos no constituyen ningún
avance sino un retroceso respecto a la fundación misma de
la biología en 1800. Las dificultades para articular las
relaciones entre la materia inorgánica y la
orgánica fueron evidentes desde el principio y se pueden
apreciar en el propio Lamarck, quien para destacar la
originalidad de la nueva ciencia, tiende a destacar la
originalidad del objeto de la biología aludiendo al
"hiatus" inmenso que hay entre ambas formas de materia y
definiendo la vida por oposición a la materia inerte (68),
que algunos han confundido con vitalismo para defender la tesis
opuesta. Pero conviene poner de manifiesto que el "hiatus" que
Lamarck establece entre la materia inorgánica y la
orgánica no se compadece bien con su teoría de la
generación espontánea, una contradicción que
arrastra la biología desde su mismo nacimiento. Si la
materia viva es tan diferente de la inerte, ¿por
qué ambas se componen de los mismos elementos
químicos? ¿Cómo es posible que la materia
viva surja a partir de la inerte? ¿Por qué se
está (re)creando permanentemente vida a partir de la
materia inerte? El interrogante no concierne sólo al
origen de la vida sino, como veremos, al concepto mismo de
vida.
La nueva ciencia de la vida nace con un carácter
descriptivo y comparativo que trata de clasificar las especies,
consideradas como estables. A diferencia de otras y por la propia
complejidad de los fenómenos que estudia, está
lejos de haber consolidado un cuerpo doctrinal bien fundado. No
obstante, la teoría de la evolución, que es
eminentemente dialéctica, está en el núcleo
de sus concepciones desde el primer momento de su
aparición. La teoría de la evolución
transformó a la biología en una "historia natural"
y, por tanto, obligada a explicar una contradicción: el
origen de la biodiversidad
a partir de organismos muy simples. ¿Cómo aparecen
nuevas especies, diferentes de las anteriores y sin embargo
procedentes de ellas? Normalmente cuando a partir de mediados del
siglo XIX se empieza a utilizar la expresión "herencia" en su
nuevo sentido biológico (69) es para remarcar la
continuidad, es decir, el parecido de una generación a la
anterior. Pero además de eso la herencia tiene que
explicar su contrario, la discontinuidad, el surgimiento de
nuevas especies. Finalmente, a partir de la discontinuidad la
biología tiene que volver a explicar la continuidad. No
basta aludir a la variedad de especies sino que es necesario que
esa variedad sea permanente, esto es, heredable, de manera que se
transmita de generación en generación.
La diferenciación celular es una contradicción
similar a la anterior, un fenómeno que Bertalanffy
calificó de "misterioso" (70). A partir de una misma
célula las sucesivas se desarrollan de manera divergente.
No sólo se crean más células sino
células distintas pertenecientes a órganos
también distintos. Los cambios cuantitativos van
acompañados de cambios cualitativos. Si un embrión
fecundado se replicara a sí mismo en otras dos
células idénticas, no aparecerían
órganos diferenciados como el riñón o el
cerebro. En el
desarrollo del embrión a partir del mismo huevo
indiferenciado que se multiplica, aparecen células de
distintos tipos, individualizadas, especializadas e integrando
tejidos y órganos. Lo genérico se diversifica, la
cantidad se transforma en cualidad, lo uniforme se convierte en
multiforme. Las células que se multiplican no se amontonan
de una manera abigarrada sino en torno a ejes de simetría
(arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás)
creando animales como las estrellas de mar. Lo diferente surge de
lo idéntico. De ahí podemos deducir que la herencia
no es un puro mecanismo de transmisión sino un acto de
verdadera creación; es reproducción y
producción.
El crecimiento vegetativo de los organismos vivos es
diferencial, en el sentido de que no todas las partes crecen en
la misma proporción y en el de que se produce una
especialización de unas partes respecto de otras: "La
evolución es en gran parte un hecho de crecimiento
diferencial", escribe el paleontólogo Georges Olivier
(71). Así, en relación al hombre, la masa cerebral
de los australopitecos era una tercera parte. El crecimiento
cuantitativo del cerebro de los homínidos a lo largo de la
evolución dio lugar a un cambio cualitativo: su
lateralización. En los homínidos es la parte
izquierda del cerebro la que controla el lenguaje. Este
hemisferio cerebral, además, dirige el lado derecho del
cuerpo. Nueve de cada diez personas son diestras mientras que los
simios actuales emplean ambas manos con la misma destreza. Los
hemisferios cerebrales (izquierdo y derecho) de los
chimpancés no están especializados de la misma
forma que los de los homínidos. El estudio de las primeras
herramientas
de piedra fabricadas por los homínidos indica que la mayor
parte de ellas fueron talladas por individuos más
hábiles con su mano derecha. Por consiguiente, cabe
suponer que su cerebro ya empezaba a especializarse en
determinadas funciones llevadas a cabo por determinadas zonas de
éste.
A su vez, como bien destacó Lamarck, la
producción y la reproducción no son cosas
diferentes sino la unidad dialéctica del mismo
fenómeno biológico: la multiplicación
proviene de un exceso de crecimiento (72). El mandato
bíblico de crecimiento y multiplicación era uno
solo o, como escribió Linneo, principium florum et
foliorum idem est: los mismos principios que explican el
crecimiento vegetativo explican también la
multiplicación cuantitativa. La fertilidad llega
después de un cierto tiempo de desarrollo vegetativo del
organismo, es decir, que los cambios cualitativos abren el camino
a los cambios cuantitativos y éstos, a su vez, conducen a
los anteriores. Si un organismo no madura no puede tampoco
reproducirse. No existe ningún abismo entre
nature y nurture. En el embrión la
multiplicación cuantitativa de las células da lugar
a su especialización cualitativa en un proceso de
desarrollo por fases contrapuestas: unas, predominantemente
multiplicativas, son imprescindibles para aquellas otras
predominantemente diferenciales. En los homínidos, la
prolongación de la etapa de crecimiento vegetativo tiene
su correlativo en el retraso en la maduración
reproductiva.
Goethe supo explicar este fenómeno en las plantas de
una forma magistral. El poeta alemán las estudió no
sólo en su crecimiento vegetativo sino en sus
metamorfosis, en sus cambios cualitativos a partir de la semilla.
Sostuvo que los distintos órganos provenían de la
expansión o contracción de un órgano
primitivo, el cotiledón u hoja embrional. La
conclusión de Goethe es la siguiente: "Desde la semilla
hasta el máximo nivel de desarrollo de las hojas del
tallo, hemos observado primeramente una expansión;
después hemos visto nacer el cáliz en virtud de una
contracción, los pétalos en virtud de una
expansión, los órganos reproductores, en cambio, en
virtud de una contracción; muy pronto la máxima
expansión se revelará en el fruto, y la
máxima concentración en la semilla. A través
de estas seis fases, la naturaleza completa, en un proceso
continuo, la eterna obra de la reproducción sexual de los
vegetales". Definió el crecimiento como "una
reproducción sucesiva, y la floración y la
fructificación como una reproducción
simultánea". En su desarrollo las plantas se comportan de
dos maneras contradictorias: "Primeramente, en el crecimiento que
produce el tallo y las hojas, y después en la
reproducción que se completará en la
floración y la fructificación. Observando
más de cerca el crecimiento, vemos que se continúa
de nudo a nudo y de hoja a hoja y, proliferando así, tiene
lugar una especie de reproducción distinta a la
reproducción mediante flores y frutos -la cual sucede de
golpe en cuanto que es sucesiva, o sea, en cuanto que se muestra en una
sucesión de desarrollos individuales. Esta fuerza
generativa, que se va exteriorizando poco a poco, resulta
bastante afín a aquella que desarrolla de una vez una gran
reproducción. En diversas circunstancias, se puede forzar
a la planta para que crezca siempre, como se puede también
acelerar su floración. Esto último sucede cuando
prevalecen en gran cantidad las savias más puras de la
planta, mientras que lo primero tiene lugar cuando abundan en
ella las menos refinadas".
Por lo tanto, la evolución no concierne
únicamente a las especies (filogenia) sino a los
individuos de cada especie (ontogenia), que también tienen
su propio ciclo vital, es decir, que también tienen su
propia historia: nacen y mueren. En biología el
significado evolutivo de los conceptos está marcado en
muchos de ellos, vigentes o desaparecidos, con los que se ha
tratado de explicar la cuestión trascendental del origen:
proteína, protozoo, protoplasma, etc. El título de
la obra cumbre de Darwin era precisamente "El origen de las
especies", es decir, su comienzo, que debe completarse con el
final de las especies, es decir, los registros fósiles. La
muerte recrea la vida; ésta no es sólo una
multiplicación cuantitativa sino un cambio cualitativo. No
habría nueva vida sin la muerte de la antigua. De
aquí que el tercer concepto básico de la
biología es la transformación de las especies, la
manera en que unos seres vivos desaparecen para dar lugar a otros
diferentes.
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